The pursuit of happyness

En mi muro de  Facebook suelo ver con bastante frecuencia mensajes sobre la felicidad, frases motivacionales para ser feliz, consejos para serlo, recomendaciones de los gurús del éxito… y cuando salgo a la calle, también me encuentro con invitaciones a pláticas o conferencias sobre ser padres felices o criar hijos felices, o ser feliz en pareja (ésta última la imparte un fraile lo cual me parece ligeramente perturbador, pero qué sé yo). A veces en las páginas de internet que visito, encuentro secciones completas sobre el tema.

Obviamente, después de tanta exposición a esto, he llegado a pelearme con la felicidad, a odiar el término y a considerar que la felicidad está sumamente sobrevaluada.

Cuando leo los mensajes sobre el tema, no puedo menos que imaginarme a la persona que lo postea preguntándose cada día “¿Soy feliz? ¿Soy lo suficientemente feliz? ¿Acaso tengo la felicidad que merezco? ¿Qué tal que esto no es felicidad y tal vez deba leer otro libro que me ayude a serlo? ¿Y mis hijos? ¿Acaso serán felices? Si yo no sé si soy feliz ¿cómo pueden ellos ser felices?  Ya sé. Voy a poner otra frase sobre la felicidad y la espiritualidad en mi muro. Seguro eso me hace feliz”.

Y así interminablemente, porque estos mensajes dan vuelta en mi timeline de manera interminable.

Además de imaginarme a esta persona haciéndose toda clase de preguntas, la veo metida en su cuarto, o en su oficina, o frente a su computadora, buscando sola y aislada la felicidad.

Porque la felicidad no puede alcanzarse de otra manera. Es decir, esta felicidad de que me hablan todos los mensajes que comparten, es la felicidad que se consigue al cerrar los ojos y taparse los oídos, para no leer las noticias, para no escuchar el grito del  vecino, o el llanto del niño de la casa de atrás.

Por eso la felicidad me resulta ahora tan odiosa.

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