Harry, Harry, Harry...

Solía escuchar su nombre bastante a menudo en los recreos, cuando pasaba por su salón, en honores a la bandera, en las fiestas escolares.
Lo conocían todos en primaria, secundaria y bachillerato. Si no sabían quién era, al menos sabían que era mío y que era vago.
Y no era precisamente vago... mmmm... cómo definirlo... no era maloso, no era peleonero, no era platicador en clase... era un cabrón, decía el director de la escuela.
Era Harry.
Y ahora con el cambio de escuela, imaginaba esperanzada el borrón y la cuenta nueva.
Nope.
¡Harry! en los honores, ¡Harry! en el juego de fútbol, ¡Harry! en el salón de clases.
Fefé y yo hemos estado muy preocupados.
Lo vemos más disperso que nunca. Pero sabemos que los cambios siempre lo han afectado mucho. Se introvierte, se evade y se muda de planeta.
¿Y cómo culparlo? Lo trae en los genes. Papá soñador empedernido, mamá fantaseadora compulsiva. Y además heredó lo mejor de cada uno de nosotros: desorganizado por parte de padre y distraído por parte de madre.
Hoy hablé con la maestra. Me había estado mandando recaditos sobre tareas olvidadas y cuadernos perdidos. Fui a ponerme toda cariacontecida frente a ella. Y la maestra con la novedad de los resultados de Harry en los exámenes. Excelentes calificaciones. Se le movió el mundo a la mujer y la realidad se le ha vuelto inexplicable. No a mí, que ya no me asombran los espasmos de atención de la criatura.
Tal vez debamos dejar de preocuparnos y dejar que siga enriqueciendo su ya sobrepoblado mundo interno. Algo bueno puede salir de todo eso.
Digo, no se lastima a sí mismo, no lastima a nadie más, responde, con cierta lentitud, pero lo hace...
Los niños tienen muchas maneras de reaccionar ante el mundo.
Y quizá, en medio de todo este caos, violencia y confusión, debería aprender de Harry.
No me caería mal ensimismarme un poquito y soñar con... quién... ¿mmm? ¿Jonathan Rhys-Meyers?
Bueno pues.

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