Leyendo a Tagore pensé en esto: la lámpara, la vereda, el cántaro en el pozo, los pies descalzos, son un mundo perdido. Aquí están las bombillas eléctricas, los automóviles, el grifo del agua, los aviones de propulsión a chorro. Nadie cuenta cuentos. La televisión y el cine han sustituido a los abuelos, y toda la técnica se acerca al milagro para anunciar jabones y dentríficos.

No sé por qué camino, pero hay que llegar a esa ternura de Tagore y de toda la poesía oriental sustituyendo a la muchacha del cántaro al hombro con nuestra mecanógrafa eficiente y empobrecida. Después de todo, tenemos las mismas nubes, y las mismas estrellas, y, si nos fijamos un poco, el mismo mar.

A esta muchacha de la oficina también le gusta el amor. Y entre el fárrago de papeles que la ensucian todos los días, hay hojas de sueños en blanco que guarda cuidadosamente, recortes de ternuras a que se atreve en soledad.

Yo quiero cantar algún día esta inmensa pobreza de nuestra vida, esta nostalgia de las cosas simples, este viaje suntuoso que hemos emprendido hacia el mañana sin haber amado lo suficiente nuestro ayer.

Jaime Sabines. Otro recuento de poemas.

Me enteré muy tarde, y me alegro porque en su momento me hubiera indignado. No debería tomarme las cosas tan en serio, pero...
“Prefiero, si ustedes me lo permiten, decirlo como lo hice unos días en otro espacio maravilloso, con las palabras de la escritora Rabina Grant Tagora..."

¿No les resulta grotesco?
Digo, es cierto que el resbalón aquél de Jorge Luis Borgues fue bastante celebrado por la prensa y por el pueblo, pero ¿con qué fin nuestra primera dama quiso hacerle competencia a Fox?

No me debería importar, pero qué pinche vergüenza.
"Queridas gentes del mundo: No todos en México somos así. Incluso algunos ni siquiera votamos por Focs."

Para que se me quite lo encabronada, les dejo unos fragmentos que les leía a mis infantes cuando eran bebés, cuando todavía podía decirles poemas en lugar de los "Cuentos en verso para niños perversos".

El principio
-¿De donde venía yo cuando me encontraste? -preguntó el niño a su madre. Ella, llorando y riendo, le respondió apretándolo contra su pecho:
-Estabas escondido en mi corazón, como un anhelo, amor mío: estabas en las muñecas de los juegos de mi infancia, y cuando, cada mañana, formaba yo la imagen de mi Dios con barro, a ti te hacía y te deshacía; estabas en el altar, con el Dios del hogar nuestro, y al adorarlo a Él, te adoraba a ti; estabas en todas mis esperanzas, y en todos mis cariños. Has vivido en mi vida y en la vida de mi madre, tú fuiste creado siglo tras siglo, en el seno del espíritu inmortal que rige nuestra casa. Cuando mi corazón adolescente abría sus hojas, flotabas tú, igual que una fragancia, a su alrededor; tu tierna suavidad florecía luego en mi cuerpo joven como antes de salir el sol la luz en el Oriente. Primer amor del cielo, hermano de la luz del alba, bajaste al mundo en el río de la vida y al fin te paraste en mi corazón... Qué misterioso temor me sobrecoge al mirarte a ti, hijo, que siendo de todos, te has hecho mío. Y qué miedo de perderte! ¡Así, bien apretado contra mi pecho! ¡Ay! ¿Qué magia ha entregado el tesoro del mundo a mis frágiles brazos?

Las razones del niño
Si quisiera, el niño podría volar ahora mismo al cielo.
Pero tiene sus razones para no dejarnos.
Toda su felicidad consiste en descansar su cabeza en el seno de su madre; por nada del mundo dejaría de verla.
La sabiduría del niño se expresa en sutiles palabras. ¡Qué pocos son los que pueden comprender su sentido! Si no habla, es que tiene sus razones.
Lo que más desea es aprender la lengua materna de los mismos labios de su madre. ¡Por ello adopta un aire tan inocente!
Pese a que poseía montones de oro y perlas, el niño vino a esta tierra como un mendigo.
Tuvo sus razones para llegar con este disfraz.
Pequeño, desnudo y suplicante, si simula una completa indigencia es para reclamar a su madre el inmenso tesoro de su ternura.
En el país de la minúscula luna creciente nada entorpecía la libertad del niño.
Si renunció a su independencia tuvo sus razones.
Sabe muy bien que ese pequeño nido, el corazón de su madre, contiene una alegría inagotable, y que la tierna atadura de los brazos maternales es infinitamente más dulce que la libertad.
El niño no sabía llorar. Vivía en el país de la felicidad perfecta.
No le faltaron las razones para empezar a verter lágrimas.
Las entrañas de su madre se conmueven con las sonrisas de su dulce rostro, pero es el pequeño llanto que nace de sus penas de niño el que teje entre ella y él el doble lazo de la piedad y el amor.


Rabindranath Tagore (a.k.a. Rabina Grant Tagora, la mujer barbuda)

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