-¡Atiza! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar de qué lado del edificio caía aquella habitación-. ¡Atiza! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna.
-¡Dios lo ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito, ciñéndole el cuello con sus brazos y besándola.



Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.



Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.


Resulta curiosa la forma en que funciona la memoria.
A falta de un libro que solía aparecer y desaparecer de mi casa continuamente, he intentado hacer memoria de mis cuentos más queridos para poder contarlos a mis hijos.
Muchos detalles se me van, tengo olvidados muchas acciones importantes, termino reinventando la historia.
Y el final, ni se diga.
Sin embargo, en un lugar que yo sé no es mi cabeza, guardo perfectamente las últimas palabras de esos cuentos.
Las escucho (aunque soy incapaz de repetirlas) de una voz que yo tuve a los siete años y la emoción que siento no es la de ahora, sino la de esa niña al leerlas por primera vez.

Comentarios

Entradas populares